Quizá los sentimientos fundidos tenían alguna razón de ser entorno a él y ahora todo trataba del egoísta mundo físico. Descubrió con desasosiego un retrato, lo miró con la delicadeza que solo el amante posee, mientras sus ojos destilaban lágrimas de dolor. Las pocas memorias montaban su propia danza en los abismos que el tiempo compartía con las dimensiones; el compromiso consignado en sus pupilas hacía sollozar en silencio el alma que se sentía perdida. Todas sus emociones se debatían entre sofocarse o hacerle tener mente suicida. Cada rasgo facial denotaba su cansancio marcado estrictamente en las líneas que aparecían en sus mejillas; el drama de su diario vivir se basaba en dudar de la existencia de sus canas, al fin y al cabo no existía el elixir de la larga vida, esa alquimia tan netamente superficial.
No.
El cólera ya le caminaba vigoroso por sus venas destruidas, no les bastaba con ser responsables de cargar con la fluidez de un amor muerto, que por sí mismas llenaban su pedido con una misión tan déspota como su dueño mismo. El vacío en sus ojos y las pequeñas figuras que se confundían con pactos asesinos de verdades sobrevivientes por milenios, convertían un suceso tan lleno de nada en algo tan sombrío e impredecible como el réquiem de quien lo pudiera entender al momento de celebrarlo.
La furia de las decisiones que aún no habían sido tomadas reclamaban entre cada gemido su posición y su derecho de existir; cada vez que este pobre hombre tuviera la desfachatez de tener en su estómago el vértigo de una derrota próxima, se encargarían los sucesos inexorables de venir a cobrar cuentas por parte de los aliados que serían sacrificados en un pacto de misticismo inalcanzable.
Parecía que el cólera comenzaba a ser parte del ayer y las constituciones de horror cobraban vida en el mañana; nadie se preguntó nunca por el día en el que sus voces eran desesperadas al momento de hablar, ni dudaron de la frívola razón de un porqué inexistente a la hora de mirar a través de la muerte trasparente; ni siquiera el atrevimiento estuvo en el presente o quizá fue que, como historia sumisa de cantos, el presente no quería atreverse.
La sangre seca que yacía en los vestigios de aquellos aposentos imaginarios, acechaba cruelmente al mojigato que arañaba sin desespero aparente las paredes de un lugar al que nunca había entrado; este hombre no podía comparar el pasado con lo que recordaba, ni podía estar seguro de lo que vendría si lo pensaba.
De las tantas veces que había sido feliz, esta no era similar a ellas. Los sonidos extravagantes que querían tener lugar en un espacio vacío comprendían poco a poco que sin ese permiso no podrían nunca ser vistos. Tal vez era estresante ver cómo corría el tiempo mientras reía a carcajadas por hacer de las suyas; tal vez era despiadado, pero correcto; precoz, pero por más de una razón; cruel, pero con derecho; rígido, devastador, egoísta, pero positivista.
¿Qué clase de método era aquél para limpiar los errores que ni siquiera se reconocían de cerca?
Era quizá lo más alucinante que se pudiera haber visto y ni eso podría depender de las canas de este hombre que por más que deseara volver a la vida, seguía estando muerto y seguía teniendo miedo y seguía haciendo oraciones huecas y seguía trayendo desesperanzas a la luz y seguía conduciendo sus estigmas por un camino que llegaba a un vasto laberinto.
Se vio allí con sus lujos incoherentes, suspendido entre la nada y el tiempo. ¿Realmente qué quería? ¿Eso? ¿Tal y como se dibujaba en el perezoso cristal de fina calidad?
No.
Su Corte optó por darle el título de “un Conde sin memoria” por el mero respeto al encontrarlo muerto acompañando por su suicidio.
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