Algunos dirán que te miro como idiota. Otros, que te miro enajenada. Tal vez digan que mi mirada empieza donde termina la tuya. O pueden decir, incluso, que tu beldad enceguece a estas pupilas. Pero, ¿sabe el extraño de lo que manda en mis vísceras? Dime, susurra las palabras mientras beso tu mejilla. Hazme saber que me perteneces en tu inmensa libertad. Mi mirada, esa de la que pueden hablar, solo existe por este impetuoso amor hacia ti.
Cuando nos abrimos, de par en par, la belleza delante nuestro hizo brillar nuestras pupilas como si fuese su última oportunidad; sentimos tibio nuestro iris y dejamos tornar algo rojizo a nuestro cristalino; las lágrimas inundaron nuestros pasillos y salieron al encuentro del rostro. Conscientes del probable dolor que ocasionaría su partida, nos empañamos muy despacio. Inevitable era dejar de poseer tan palpable expresión de estupefacción. La increíble suavidad de lo que tocábamos nos estremecía, hacía cálidas nuestras palmas y la ansiedad nos superaba. Las nuevas superficies agradecían con pequeñas descargas eléctricas nuestra manera de acariciarles. Fue lento, encantador. Nada podíamos hacer respecto a lo que tomaba lugar en esos instantes, la inseguridad nos acorralaba y el temor al error nos paralizaba. Yo estaba lleno de cuestiones. Todos me gritaban explicaciones que no comprendía. Por primera vez en toda mi capacidad de conocer y dar órdenes, me convertí en un simple bulto a